Es una lectora voraz. Asegura que nunca ha dejado de leer, aunque el tiempo sólo le alcanzara para unas pocas páginas, especialmente durante los primeros años de vida de sus hijas.
Quizás eso la ha convertido en la escritora que es, de la que tanto podemos disfrutar sus contemporáneos y que podrán hacer las generaciones futuras. Tuky escribe de esa manera que uno admira por la sencillez y la calidez, por la calidad y la emoción, por la posibilidad de adentrarse en las historias y en la rítmica de sus poesías.
Reconoce que pasó mucho tiempo hasta que confió en que sus palabras tenían valor: nunca creyó en su importancia como escritora. “Escribía desde muy pequeña, pero decía: a mí me gusta porque es mío, es una vivencia mía, pero ¿qué van a decir? El primero que me dio el visto bueno fue Mario Alarcón Muñiz, que estaba en la radio y recibía poesía y músicos”.
De ese hecho, recuerda que “un día decidí mandarle tres sonetos, pero firmados con mi segundo nombre, que nadie sabía que yo me llamaba Irene. Lo leyó al público y justo en ese momento estaba el doctor Badaracco, que también era muy aficionado a la lectura, y le dieron el ok. Entonces me animé y a los dos o tres meses, cuando Seguay (Sociedad de Escritores de Gualeguay) hizo el concurso ‘La muerte del Poeta’, para conmemorar el primer aniversario de muerte de don Carlos Mastronardi, mandé un soneto alusivo a eso y me dieron el primer premio”.
Fue ese el inicio de una larga lista de participaciones, premios y reconocimientos. “Seguí ganando premios, pero ahora ya no compito más, ya no me parece, le he perdido el gusto a la competición. Escribo lo que puedo, lo que me sale y algunas cosas me gustan y otras no”, expresa Tuky, que se reconoce ocupada en el día a día, ya que abre las puertas de su casa para incipientes escritores, lectores que comparten gustos y periodistas ávidos de conocer más sobre su literatura. “De noche, cuando me quedo sola, me acuesto tardísimo porque escribo. No molesta el timbre, no molesta el teléfono, nada te interrumpe, entonces podés, más o menos, elaborar un pensamiento y mantenerlo. En eso estoy”, indica al dar cuenta que escribe sus memorias, que la escritora Selva Almada editará.
—¿Nos va a sorprender?
—No sé, le voy a decir a Selva que no va a ser muy largo. Estoy tratando, puliendo las cosas, porque quiero dejar testimonio, por ejemplo, de lo que viví en Estación Lazo, que es algo que ya nadie va a conocer, porque ya esa etapa se superó. Quiero testimoniar, porque esa gente me enseñó mucho; era gente muy modesta, casi todos analfabetos, pero tenían una dignidad tan extraordinaria, eran agradecidos, serviciales.

“Se manejaba mucho el trueque —continúa—, el que sabía embarrar una casa lo cambiaba por un litro de leche por día, el que tenía una canasta de verduras por huevos o por mandado, lo que me parece justo. También quiero dejar testimonio de cómo eran de honorables con su palabra. Mi papá tenía un almacén de ramos generales y fiaba, cuando estaba la zafra de la lana o deschalada de maíz venían y le decían: don Carlos, a fin de mes le pagó todo. Y eso era un contrato, ese honor a la palabra dada, eso me marcó a mí para siempre. Después la generosidad extraordinaria, por ejemplo, venían arrieros y los invitaban a comer lo que había, un guiso, un pan casero, compartían lo que tenían. Gente entrañable para mí”.
Siempre con tiempo para leer los trabajos de otros, para escuchar preguntas y para compartir inquietudes, celebra los encuentros, mientras esconde horas nocturnas para desandar el camino de la escritura, ese que inició con apenas nueve años”.